Donald Trump agita el tablero mundial
Con la orden de ejecutar al general iraní Soleimani, el presidente de Estados Unidos Donald Trump no solo elimina a un enemigo, sino que ha volado uno de los pilares de su política exterior.
El cálculo y la contención han caracterizado la larga rivalidad entre Estados Unidos e Irán, con agresiones más o menos encubiertas o vía intermediarios, evitando un ataque directo e inequívoco contra civiles o militares que desencadenara un conflicto bélico abierto en la región. Esa tradición saltó por los aires por órdenes de el presidente Donald Trump con un misil lanzado desde un dron MQ-9 Reaper la madrugada del viernes junto al aeropuerto de Bagdad.
Con la orden de disparar ese misil, el presidente Donald Trump no solo eliminaba a un enemigo de Estados Unidos, el temido y poderoso general iraní Qasem Soleimani, sino que renunciaba a uno de los que han sido los pilares de su política exterior: el compromiso de sacar al país de las “guerras eternas” en Oriente Próximo. De momento, el Pentágono ha anunciado el envío de un refuerzo de 3.500 efectivos a una zona de la que prometió traer a casa a sus soldados. Las ondas sísmicas del quirúrgico ataque sacuden un tablero mundial que tres años de Administración Trump poco han hecho por estabilizar.
Al contrario que Osama bin Laden o Abubaker al Bagdadi, líderes de Al Qaeda y del Estado Islámico ejecutados por Estados Unidos en el pasado, el comandante de la fuerza de élite Al Quds de la Guardia Revolucionaria iraní, unidad a cargo de las operaciones en el exterior, no era un objetivo demasiado difícil. Su paradero era conocido, se movía a la luz del día, no evitaba los focos. Los dos anteriores presidentes tuvieron encima de la mesa la opción de eliminarlo, pero se resistieron por temor a entrar en una guerra.
Por eso sorprende que el que decidiera pasar a la acción haya sido precisamente Donald Trump, quien menos ha ocultado su reticencia a enredarse en Oriente Próximo. Conviene recordar que, a diferencia también de Bin Laden o Al Bagdadi, terroristas que no respondían ante ningún Gobierno, Soleimani era un alto oficial de un Estado, y no uno cualquiera: una especie de mando de operaciones especiales más jefe de inteligencia más ministro de Exteriores de facto, de talla casi heroica en Irán. Por eso eliminarlo prácticamente obliga a Teherán a contraatacar con fuerza.
Mientras Estados Unidos espera la represalia, nadie discute que Soleimani era un enemigo, ni siquiera su responsabilidad directa en la reciente campaña de las milicias chiíes contra intereses norteamericanos, que terminó con la muerte de un contratista el viernes 27 de diciembre en Bagdad, desencadenando la escalada de acontecimientos que ha llevado a la muerte del general. Lo que es objeto de controversia es la conveniencia de esa jugada para la estrategia de Washington en una región de inestabilidad crónica.
“Irán tiene ahora dos opciones”, explicaba el consejero de Seguridad Nacional, Robert O’Brien, en una conferencia telefónica con periodistas el viernes por la tarde. “Una es continuar con la escalada, algo que no llevaría a ningún lado al pueblo ni al régimen iraní. La otra alternativa es sentarse a negociar con nosotros para abandonar su programa nuclear y su guerra subsidiaria en Oriente Próximo, y comportarse como una nación normal”.
El propio Donald Trump sugirió que el ataque era una herramienta negociadora: “Irán nunca ha ganado una guerra, pero nunca ha perdido una negociación”, tuiteó. Su Administración repite que no busca el conflicto y que la acción fue un ejercicio de autodefensa para evitar un ataque inminente contra intereses estadounidenses. “Actuamos para parar una guerra”, dijo el presidente el viernes, “no actuamos para empezar una guerra”.
Hasta en dos ocasiones anteriores, Donald Trump había optado por la contención. En junio, después del derribo de un dron de vigilancia estadounidense, el comandante en jefe frenó a última hora una ofensiva militar que consideró “desproporcionada”. Tres meses después, también se contuvo tras el ataque con misiles a dos refinadoras saudíes. Ahora, mientras argumenta que la ejecución de Soleimani encaja en la estrategia vigente y niega un giro hacia un conflicto, Washington se prepara indisimuladamente para tal contingencia.
Lo cierto es que Donald Trump eligió el camino de confrontación con Irán desde antes incluso de llegar a la Casa Blanca, prometiendo sacar a Estados Unidos del acuerdo firmado por Barack Obama en 2015, que buscaba la congelación del programa nuclear iraní a cambio de levantar las sanciones económicas. En mayo de 2018, Trump cumplió su promesa electoral, retirándose oficialmente del acuerdo y reinstaurando las sanciones, con la esperanza de forzar a Irán a regresar a la senda negociadora aceptando mayores concesiones. La estrategia, lejos de atraer a Teherán a la mesa, ha sido respondida con una sucesión de provocadores ataques, orquestados por el propio Soleimani, a intereses estadounidenses en una región de la que Trump insiste en querer desentenderse.
Su hasta ahora infructuosa campaña de máxima presión a Irán, combinada con su alergia al multilateralismo y su impulsivo proceder, ha mermado sus apoyos en la región. Estos se concentran en Arabia Saudí, hacia cuyo príncipe heredero, el cuando menos controvertido Mohamed bin Salmán, Trump ha exhibido un acrítico respaldo, y en el Israel de Benjamin Netanyahu, un primer ministro acorralado por problemas domésticos aún mayores que los del estadounidense.
Así entra Donald Trump en el año de su reelección. Con todas sus prioridades de política exterior en punto muerto, en el mejor de los casos. La guerra comercial con China sigue empantanada, alimentando la nube de una desaceleración económica que constituiría la mayor amenaza a su reelección, y la explosión de otros frentes no ofrece sino un incentivo a Pekín para seguir tensando la cuerda. El “hombre cohete” Kim Jong-un, hacia el que Trump optó por una errática política de acercamiento con la esperanza de neutralizar la histórica amenaza norcoreana, aseguró esta misma semana que no ve motivos para mantener la moratoria autoimpuesta por Pyonyang sobre pruebas nucleares para favorecer el diálogo con Estados Unidos. Y en el frente sudamericano, Nicolás Maduro sigue aferrado al poder, y las expectativas generadas por Juan Guaidó, a quien Washington se apresuró hace un año a reconocer como presidente legítimo, seguido por más de 60 países, se han diluido.
En casa, con un panorama político polarizado hasta el extremo, tampoco dispone Trump de un apoyo sin fisuras a su órdago a Irán. El presidente aguarda el juicio por su destitución en el Senado después de aprobarse su impeachment, precisamente por su supuesto abuso del poder en los manejos de la política exterior, en este caso con Ucrania. Sobrevuela el fantasma de la operación Zorro del Desierto, masiva campaña de bombardeos en Irak ordenada por Bill Clinton en 1998, cuando el presidente demócrata atravesaba por el mismo trance del impeachment al que ahora se enfrenta Trump. Un precedente que para numerosos analistas, a falta de mayor elaboración sobre la naturaleza de la amenaza inminente que oficialmente se pretendía neutralizar en la madrugada del viernes en Bagdad, ofrece una explicación a la principal incógnita que rodea a la ejecución de Soleimani: ¿Por qué ahora?
TRUMP ELIGIÓ LA OPCIÓN MÁS EXTREMA
La orden final de ejecutar al general Soleimani, opción que había estado sobre la mesa en diversas ocasiones anteriores pero siempre se acabó descartando, emergió de una serie de reuniones que mantuvo el presidente Trump a lo largo de la semana pasada, según oficiales estadounidenses anónimos citados por Reuters. El pasado domingo, tras la muerte de un contratista estadounidense en un ataque a una base militar iraquí el viernes 27, el presidente se reunió con la plana mayor de su equipo de Seguridad Nacional en una sala sin ventanas en el sótano de su residencia vacacional de Mar-a-Lago, en Florida. Se le ofreció un abanico de opciones de represalia, entre las que matar a Soleimani era la más contundente. El martes, tras el asalto a la embajada en Bagdad por milicianos proiraníes, Trump se decidió por esa opción extrema.
A mediados de octubre, según Reuters, Soleimani se había reunido con sus líderes milicianos aliados, en una villa a orillas del Tigris, para planear sofisticados ataques contra intereses estadounidenses. Buscaba que, en medio de las crecientes protestas contra la influencia de Teherán en Irák, una reacción militar de Estados Unidos desviara la furia popular hacia Washington. Antes de morir, asegura otro oficial anónimo en Reuters, Soleimani estaba viajando por la región para autorizar ataques contra estadounidenses que los servicios de inteligencia consideraban que estaban “en las últimas fases” de planificación.
“Fue una acción defensiva”, reiteró el viernes a los periodistas el consejero de Seguridad Nacional, Robert O’Brien, quien asistió a la reunión de Mar-a-Lago. “Era una decisión muy clara para el presidente”.
Agencias