El misterio de la muerte del faraón egipcio Tutankamón
Casi un siglo de intervenciones y análisis han dado lugar a resultados, a menudo contrapuestos, sobre la muerte del faraón más mediático
En noviembre de 1922, Howard Carter irrumpió en KV 62, la tumba de Tutankamón en el Valle de los Reyes, y ambos, el arqueólogo y el difunto rey, lo hicieron en la historia. Los dos eran escasamente conocidos antes de ese momento, pero a partir de entonces la egiptología no se pudo concebir sin una referencia a sus nombres.
Un saber académico y especializado dio el salto a los medios de comunicación de masas de la época, las revistas ilustradas y los noticieros cinematográficos, para no abandonarlos ya nunca. Y así hasta nuestros días.
Pero claro, para que haya una tumba tiene que haber un difunto. Es muy cierto que en los años inmediatamente posteriores al descubrimiento del enterramiento intacto (o casi) la atención se centró fundamentalmente en los “tesoros” que emergían, cuidadosamente fotografiados e inventariados, de la tumba.
Los espectadores pudieron contemplarlos y los turistas admirarlos posteriormente en el Museo Egipcio del El Cairo. El pobre difunto, sin embargo, no hizo el viaje.
El cuerpo momificado del rey no siguió el camino de varios de sus regios familiares en el trono de Las Dos Tierras que habían sido descubiertos en la zona cuarenta años antes y ahora reposaban a la vista de los turistas en el mismo Museo de El Cairo, seiscientos kilómetros al norte de dónde fueron enterrados.
La momia de Tutankamón quedó, solitaria, en el mismo lugar de la tumba en la que fue depositada. A partir de ese momento, miles y miles de visitantes contemplaban su sarcófago, conscientes o no de que en el interior intentaba descansar para la eternidad el joven rey difunto.
Un hecho cuya relevancia a menudo se pasa por alto es la coincidencia temporal entre el descubrimiento de la tumba de Tutankamón en 1922 y la muestra pública por primera vez del busto de la reina Nefertiti en Berlín en 1924, aunque había sido encontrada por el arqueólogo alemán Ludwig Borchardt doce años antes.
El busto de la reina, madrastra del propio Tutankamón, se convirtió inmediatamente en un foco de interés del público. Hasta el punto que hoy no podemos dudar de que el busto de Nefertiti y las máscara de oro de Tutankamón constituyen los dos iconos más poderosos que representan a la cultura egipcia antigua.
La relación familiar que une a los dos personajes y el interés del periodo histórico en el que se desenvuelve su biografía, que no es otro que el atractivo y sugerente periodo de la reforma religiosa de Amarna llevada a cabo por el esposo de Nefertiti y probable padre de Tutankamón, Akenatón, focalizó el interés en conocer más y más íntimamente los “misterios” que el cuerpo momificado podía albergar, toda vez que de los otros personajes del capítulo no nos habían llegado sus reales despojos.
La localización de la momia de Tutankamón no facilitaba su acceso ni su estudio. Cualquier intervención sobre ella suponía cerrar al público su tumba, uno de las principales punto de interés del mítico Valle de los Reyes donde fue encontrado.
Complicación y mal negocio. A pesar de ello, se llevaron a cabo numerosos análisis y observaciones, los primeros de ellos al tiempo de su descubrimiento, entre 1922 y 1924, bajo la dirección del propio Howard Carter.
A medida que las técnicas de análisis se han ido desarrollando, nuevos datos se han añadido a los que poseíamos, en ocasiones arrojando luz y en otras sombras al conocimiento físico del monarca y, por lo tanto, a las probables causas de su muerte.
Uno no puede pensar en una autopsia más prolongada que la que ha experimentado el cuerpo del joven rey. Casi un siglo de intervenciones, análisis y resultados, a menudo contrapuestos.
Si añadimos a esto el trasiego constante de turistas frente a su sarcófago tendremos que llegar a la conclusión de que la pretensión de un eterno descanso no pasó, en el caso del desdichado monarca, de una esperanza decepcionante.
Los padres de Tutankamón eran hermanos. Esta circunstancia incrementa de modo exponencial las consecuencias de la consanguinidad en Tutankamón
Médicamente hablando, el joven monarca tenía muy malas cartas. Su familia, la llamada dinastía XVIII egipcia, había experimentado varias crisis sucesorias desde la llegada al trono de su ancestro común Tuthmosis I.
En Egipto, para preservar el linaje regio, no era raro en la familia real el recurrir a matrimonios incestuosos. La familia tutmósida, la de Tutankamón, tenía un altísimo nivel de consanguinidad.
De hecho, este factor se ha puesto repetidamente de manifiesto en la peculiar figura del padre de Tutankamón, el llamado rey hereje Akenatón. Algunos aspectos del especial estilo de representar su figura se pueden explicar acudiendo a afecciones médicas conocidas, como el síndrome de Marfan.
Lo mismo se puede decir de sus posiciones en el tema religioso y su inclinación hacia un misticismo claramente acentuado, que se puede poner en relación con afecciones como la epilepsia.
Los españoles somos históricamente conscientes de lo que el incesto puede hacer a una dinastía que la practica como manera de perpetuarse, y el final de nuestros Austrias, con el ejemplo de Carlos II, no deja lugar a dudas.
La proverbial promiscuidad borbónica asegura, sin embargo, que los reyes crezcan fuertes, sanos e inmunológicamente diversificados.
Ese mismo estudio (y varios otros realizados antes y después) muestran las consecuencias que esta consanguinidad puede haber tenido sobre las características físicas y malformaciones del cuerpo del joven faraón.
Por lo pronto, se identificó al rey como paciente de la llamada enfermedad de Köhler, una osteocondrosis que afecta al hueso escafoide del pie. Consiste en una necrosis del hueso por falta de riego sanguíneo. Las consecuencias más obvias serían el dolor y la inflamación y una evidente cojera que limitaría considerablemente su movilidad.
Además, Tutankamón padecía una desviación de la columna, probablemente relacionada con la malformación anterior. La cojera del rey se comprueba arqueológicamente por la existencia de bastones para caminar entre los objetos del ajuar funerario descubiertos por Howard Carter en su tumba.
Molesta como sería esta afección, sin embargo, ella no supone una amenaza para la vida de quien la padece. Sin embargo, la momia del rey ha desvelado que también padecía malaria, en su variedad más virulenta, y que había sido infectado varias veces por el mosquito portador de la enfermedad a lo largo de su corta vida.
La malaria puede desencadenar un shock circulatorio o causar una respuesta inmunológica fatal. En cualquier caso, su padecimiento crónico surte un efecto debilitante, dejando al paciente mucho más expuesto a cualquier otra afección.
Hubiera mermado la resistencia de su sistema inmunológico y evitado que su problema de necrosis en el pie mejorara. Todo ello en un cuerpo especialmente poco apto, por la consanguinidad, para la salud.
Sobre su muerte apenas sabemos nada. Tampoco sabemos demasiado sobre su vida, deberíamos admitir. Sus apenas dieciocho años de vida entran en el campo de la especulación. Pero claro, teniendo en cuenta las circunstancias del hallazgo de su tumba y su cuerpo, es razonable la curiosidad sobre la razón que llevó éste a aquélla.
El asesinato es una opción siempre atractiva para personajes históricos. Añade interés y hace recaer una atención dramática sobre el sujeto. También juega con la presencia de buenos y villanos. Todo esto se traduce, voluntariamente o no, en beneficios y notoriedad, a veces breve, para quien lo propone.
Cuando Howard Carter abrió el sarcófago que contenía el cuerpo del rey se encontró con que las resinas se habían endurecido de tal manera que era muy difícil separar del cuerpo los vendajes y ambos del sarcófago que los contenían.
Se probaron varios métodos, incluido la exposición del sarcófago al sol tebano para que las resinas se reblandecieran. No cedieron. Carter decidió, pues, cortarlas con cuidado. Con todo, este forcejeo y manipulación del cuerpo, las resinas y las vendajes ha alimentado la polémica. Porque algunas lesiones que la momia presenta han podido producirse después de la muerte.
Así, el cráneo, hoy separado del cuerpo, presenta una fractura en su base y una fisura que sería consistente con un gran golpe. Si lo recibió en vida habría que buscar a un villano.
El anciano Ay, suegro de Akenatoó y quien le sucedería en el trono, es un candidato perfecto para estar detrás de este golpe, literal y metafóricamente.
El pobre Ay es un personaje histórico antipático que no le cae bien a nadie. Si las lesiones se produjeron tras la muerte los responsables serían unos embalsamadores poco cuidadosos o un arqueólogo impaciente. Algo menos dramático.
En 2005, un análisis por TAC reveló que el rey se había fracturado una pierna por la rodilla poco antes de su muerte, ya que el hueso no tuvo tiempo de soldar.
Fue una fractura especialmente complicada. Al parecer, la fractura se infectó. Podemos imaginar los efectos de una infección importante en un cuerpo debilitado inmunológicamente y afectado por una malaria virtualmente crónica, además de otras afecciones.
En 2012, otro informe propuso que el monarca sufrió una ataque epiléptico, enfermedad tradicionalmente relacionada con su padre Akhenaton, y que este ataque le habría hecho caer al suelo produciendo la mencionada fractura.
La cojera del rey se comprueba arqueológicamente por la existencia de bastones para caminar entre los objetos del ajuar funerario descubiertos por Howard Carter en su tumba
Las numerosos análisis realizados son consistentes en la enumeración de afecciones, varias de ellas consideradas como taras congénitas, que son mucho más numerosas en casos de hijos de parejas consanguíneas.
El rey padecía de un paladar hendido, condición asociada normalmente a esta circunstancia, pero también se han mencionado otras posibles enfermedades, como el síndrome de Marfan, el síndrome de Fröhlich, el de Klinefelter o el de Antley-Blixer. El catálogo de síndromes relacionados con el monarca muerto se hace interminable e impronunciable.
Recientemente, en 2013, otro estudió llegó a la conclusión de que el monarca sufrió un accidente, concretamente con un carro. Según este estudio, Tutankamón recibió un gran golpe, que le afectó a la totalidad de su costado derecho, mientras se encontraba de rodillas.
Qué hacía un monarca cojo de rodillas subido en un carro o delante de él es otro de los misterios que quedaría por resolver en este caso. Un año después, otro estudio más reveló que las lesiones del costado derecho fueron producidas post-mortem, restando emoción a una historia controvertida y haciéndonos regresar de nuevo al escenario de los embalsamadores chapuceros o la ansiedad del quizá no tan flemático egiptólogo inglés.
Quedan, sin duda, análisis por hacerse. Más técnicas se descubrirán que habrán de aportar más y más información a lo que vamos conociendo. Lo que sabemos hoy, en definitiva, es que tenemos frente a nosotros la historia de un joven que no llegó a madurar en la vida, a la que llegó con una pesada mochila genética y una baza de cartas muy mala.
Las condiciones higiénicas del Egipto antiguo no eran como las nuestras, huelga decirlo, y los métodos curativos tampoco.
En estas condiciones cualquier afección o infección razonablemente normal, bacteriana o vírica, un mal enfriamiento derivado en neumonía o una insolación podría desencadenar una cadena de consecuencias que, en plena juventud, le llevara a la tumba. Allí donde lo encontró Howard Carter.
(El País)