Un país sin leyes. Por: Ángel Dorrego
Un país sin leyes. Por: Ángel Dorrego
En teoría, todos estamos sujetos a las leyes. Tenemos amplio material en nuestro país que va desde nuestra constitución hasta el más específico de los reglamentos. De hecho, tenemos más leyes que la mayoría de los países desarrollados porque aparentemente necesitamos normar muchísimas más conductas de nuestros ciudadanos. En más de una ocasión he escuchado a abogados decir que vivimos en un estado de derecho porque tenemos leyes.
O porque tenemos una constitución política. Me parece que eso no es cierto. Las leyes no son papeles escritos. Son un sistema de referencias que encuentran vida cuando funciona un sistema de incentivos y disuasivos para seguir una serie de pautas de comportamiento que se aplique de igual forma a todos los integrantes de un colectivo, porque así cada quien sabe las consecuencias de sus actos. Sin eso no hay leyes. Sólo papeles.
Hace poco el presidente de la república, Andrés Manuel López Obrador, presentó un memorándum donde instruye a tres secretarios de estado que no cumplan ciertas disposiciones legales que se incluyeron en la reforma educativa del sexenio anterior. O sea, les pide incumplir la ley. Por supuesto que llama la atención que el jefe del ejecutivo pida hacer algo que va directamente en contra de sus funciones, e incluso de su juramento para el cargo. Le recuerdo decir que se comprometía a cumplir la ley y hacerla cumplir, o que la nación se lo demande. Ante los cuestionamientos por esta contradicción, el presidente respondió que, entre la justicia y la ley, siempre había que elegir la justicia, y eso fue lo que él hizo.
Sin embargo, el concepto de justicia es un ideal que ha probado ser sumamente inoperante en la vida real. Básicamente porque es un concepto mayoritariamente filosófico, adquiere matices muy marcados en la individualidad y sus referentes suelen variar mucho entre grupos sociales. Es un concepto que venimos discutiendo como especie desde que tenemos conceptos y aprendimos a discutir. Y no hemos logrado llegar a verdades absolutas con referencia a lo que es justo y no. Me parece que la mayoría de las personas hemos pasado en alguna ocasión demasiado tiempo discutiendo acerca de si algún evento cotidiano es justo e injusto. Después de cierta frustración, encontraremos que los conceptos de justicia de nuestro interlocutor son distintos a los nuestros. Y que todo lo que estamos discutiendo es una versión mediocre de lo que discutieron filósofos griegos hace más de dos milenios. Y cada quien acaba haciendo lo que le parece justo.
Por eso nos decidimos como seres sociales por las leyes. Carecen del fondo reflexivo de la justicia, pero son fáciles de entender y operar. La mayor parte de las veces se intenta que sean justas. Básicamente, una sociedad se pone de acuerdo en que las cosas se tienen que hacer de cierto modo e impone una pena a priori para quien no lo cumpla. Acordar que robar amerita la pérdida de la libertad, por ejemplo. O que un gobernante sólo tiene las facultades que se le confieren con el fin de que no abuse de su poder. Conceptos sencillos, pero fundamentales en el funcionamiento de nuestros órganos políticos, vigilantes del cumplimiento de la ley.
Para que el líder de nuestra nación se guíe por la justicia, tendríamos que considerarlo el más sabio y ecuánime de todos nuestros habitantes, ya que sólo él sabría darse prudente permiso de discernir cuándo soslayar la ley para lograr un bien mayor, un fin justo. Hemos habido siempre quienes desconfiamos de este tipo de figuras, ya que casi siempre (o siempre) terminan en alguna clase de exceso en el ejercicio de la autoridad pública. Preferimos que el detonante de dicha atribución siga las pautas que están acordadas como herramientas para cumplir con los objetivos de su labor. Y si no están funcionando, que se cambien, hay mecanismos para lograrlo. Sobre todo si tienes mayoría en el poder legislativo, a menos que tu capacidad de negociación y generación de acuerdos sea deficiente. Pero la salida no es usar la ley a discreción. A veces sí y a veces no, dependiendo de la conveniencia del gobernante. Sencillamente no es justo.
Analista, consultor y asesor político. Especializado en temas de seguridad y protección civil. Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México, Maestro en Estudios en Relaciones Internacionales también por la UNAM. Cuenta con experiencia como asesor de evaluación educativa en México y el extranjero, funcionario público de protección civil y consultor para iniciativas legislativas.
Correo para el público: adorregor@gmail.com