La contrarreforma de los progresistas
La contrarreforma de los progresistas: Ángel Dorrego
La contrarreforma de los progresistas. Por Ángel Dorrego.- La semana pasada, la senadora por Zacatecas, María S. Luévano, ingresó una iniciativa para reformar la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público. Básicamente, lo que se busca es permitirle a organizaciones de carácter religioso tener acceso a la propiedad de medios de comunicación abiertos para difundir su mensaje, o sea, para hacer propaganda de sus creencias. Esto no tiene nada de raro, ya que es una petición que siempre ha tenido en la mesa la Iglesia Católica Romana, la de mayor presencia en el país, y se ha vuelto una demanda permanente de otros grupos de la rama cristiana de los credos religiosos, ya que han tenido gran éxito con sus infomerciales para reclutar nuevos creyentes y, con ello, nuevas vías de ingreso para sus organizaciones.
Además, la iniciativa es de tanto calado como para excluir de esta ley el párrafo donde se hace explícita la separación legal entre las iglesias y el estado que, por ese hecho, se convierte en laico. Esto tampoco es una novedad, también es una pretensión de larga data entre las autoridades religiosas en nuestro país. Lo que es sorprendente en esta ocasión es que la iniciativa no fue presentada por un partido político de corte confesional, ya que la senadora pertenece al Partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), el cual se auto denomina de izquierda, y que actualmente detenta el poder ejecutivo federal a través del presidente Andrés Manuel López Obrador, así como la mayoría en ambas cámaras del Congreso de la Unión.
Si bien la iniciativa misma y sus consecuencias en nuestra conformación sistémica e institucional da para amplias discusiones, me parece importante enfocarnos en esta contradicción ideológica sólo posible en los tiempos de la posverdad. Morena ha nombrado al periodo presidencial de López Obrador como la cuarta transformación (4T), haciendo alusión al postulado clásico de la historia de México en su interpretación oficialista del siglo XX, en el cual se alude que la primera transformación de nuestro país se da con la independencia del Imperio Español; la segunda con las leyes de Reforma promulgadas por el presidente Benito Juárez, las cuales nos volvían una república liberal y laica, a la vez que restringían el accionar público de la Iglesia Católica (antes única y obligatoria) despojándola del acceso al poder público; y la tercera es la Revolución Mexicana, que obligó un replanteamiento del sistema político así como una conversión del esquema económico a favor de la justicia social. Se daría por hecho que entonces la cuarta transformación buscaría cambios de raíz a través de reformas progresistas, como las mencionadas, que buscaran la ampliación de los derechos de las personas a la vez que se inscriben en el campo del avance del conocimiento, en este caso, de la era digital. Pero no todos los agentes públicos de Morena parecen estar en la misma sintonía. La senadora propuso una anulación de la segunda transformación del país.
Aunque el presidente dijo no conocer ni haber propuesto la iniciativa, lo que es claro es que Morena aqueja severos problemas de identidad ideológica. Y si bien los inoperantes partidos de oposición en nuestro país sufren ahora mismo de problemas parecidos, lo sorprendente es que Morena los tenga en su primer ejercicio de gobierno nacional. Y no es que la identidad ideológica de un partido político sea una cosa fácil de lograr, de hecho, es bastante difícil, sobre todo en estos tiempos en que el fracaso conjunto de gobiernos de izquierdas y derechas nos ha llevado al encumbramiento de líderes demagógicos. Un partido político tiene por objetivo, dentro de un sistema político democrático, encauzar a sectores de la sociedad a una representatividad común que, al darles fuerza al obtener cargos públicos vía elecciones, haga visibles y operen sus demandas dentro del sistema político de tal modo que las decisiones de la mayoría se vean representadas en los principios de funcionamiento del estado, con el límite de respetar los derechos de las minorías.
Sin embargo, llevar a un sector social a decidirse por una determinada opción tiene sus complicaciones. Se puede hacer un perfil sumamente cerrado que tenga ideas, procedimientos y objetivos sumamente específicos. Esto puede llevar a un partido a reducir sus posibilidades de representación al ser afín apenas con una pequeña parte de la sociedad, lo que puede devenir en que sus propuestas y viabilidad como instituto político estén en entredicho. Éste fue el caso de varios partidos socialistas y comunistas en México durante la segunda mitad del siglo XX. Además de los problemas intrínsecos de encontrarse en un sistema autoritario de partido hegemónico, eran incapaces de unirse en una sola fuerza política relevante debido a las diferencias políticas que tenían acerca de asuntos muy particulares. El otro lado de la moneda es tener un ideario político tan ambiguo que permite que prácticamente cualquier manifestación de la vida pública tenga representatividad dentro del partido, al estilo del Partido Revolucionario Institucional (PRI) a lo largo de casi toda su historia. El complicado punto medio lo han alcanzado en algunas etapas de nuestra vida partidista las representaciones de Acción Nacional (PAN), quienes han agrupado a la derecha democrática, o el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que en varios puntos logró agrupar a muy distintas corrientes de izquierda.
Morena, en su corta existencia, se acercaría más al modelo del PRI en su época de dominio hegemónico, ya que es un partido que ha agrupado a fuerzas políticas diversas alrededor de un solo proyecto. Pero, aunque nominalmente se definen como un partido de izquierda, es claro que también incluyen a una importante serie de grupos y políticos con visiones conservadoras, como la ex periodista Lilly Téllez, expulsada del grupo parlamentario en el senado por la comisión de honor del instituto debido a su ideología reaccionaria, pero defendida por el coordinador de esa fracción legislativa. Al final del día, la última palabra la tiene la persona que alrededor de la cual confluye todo este universo de fuerzas heterogéneas: el presidente López Obrador.
De facto, no es malo que una fuerza política se defina de una u otra manera, ya que todas tienen derecho a su espacio de representación siempre y cuando se respete el marco de convivencia democrática. Lo que no debe ser es la incongruencia. O sea, decir que se defiende cierta corriente de pensamiento para proponer el punto de vista de otra, para después tratar de empantanar la discusión en que, de alguna manera, lo diferente es igual por pura confluencia de factores coyunturales. Tratar de torcer la historia para hacer creer que los muertos hubieran estado de acuerdo en lo que siempre combatieron. Decir que se va hacia adelante cuando se anula lo que se celebra del pasado. Ni Benito Juárez es símbolo guadalupano, así como tampoco el progreso se encuentra al regreso a lo primigenio. Dicen que el que avisa no es traidor, así que nuestras fuerzas políticas deberían actuar en congruencia con sus dichos de forma demostrable. Hacer lo contrario los saca del canasto de este breve, pero contundente razonamiento. Y no al revés.
Analista, consultor y asesor político. Especializado en temas de seguridad y protección civil. Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México, Maestro en Estudios en Relaciones Internacionales también por la UNAM. Cuenta con experiencia como asesor de evaluación educativa en México y el extranjero, funcionario público de protección civil y consultor para iniciativas legislativas.
Correo para el público: adorregor@gmail.com
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